Leyendas de Gruhmnion: El minotauro y la dríada
Cuenta
la leyenda que la preciosa y tierna dríada Mina, hija de Damarcus y Dana,
escapó de la bóveda celeste, donde habitan los dioses.
Llegó a un manantial de
agua dulce, rodeado del verde de los árboles y del azul del cielo. Allí lavó su rostro mientras su
canto homenajeaba a la diosa conocida como Madre Naturaleza. Como
todas las dríadas desconocía el pudor y la vergüenza; nadaba desnuda,
permitiendo que el agua mojase todo su cuerpo. Su melena ondulada color verde
oliva parecía oscura al estar mojada por el agua. Mientras flotaba, reflexionó
sobre su huida y lo que pensarían sus padres de aquello. Estaba harta de ser
semidiosa. Lo que más deseaba era ser mortal y vivir una vida corta e intensa,
como la de los humanos.
Un ruido
extraño perturbó a la hija de los dioses y la hizo salir del agua para explorar
el bosque. Se adentró entre los árboles y vio un ser
corpulento, rudo y de afilados cuernos, atrapado en un charco de lodo.
–Oh,
criatura astada, dime, ¿qué te ha ocurrido? –preguntó Mina con repulsión al ver
a aquel ser con cara de toro, sucio y apenado.
–Mi
señora, yo... –Mina se sorprendió ante la dulce y cálida voz del bobino con
medio cuerpo sumergido bajo el lodo. La bestia la miró y por primera vez en su
vida, la dríada quedó hipnotizada ante la mirada penetrante de aquella criatura–. He decidido morir aquí, en el lodo.
–¿Pero
qué dices, minotauro? –gritó Mina–. No
harás tal cosa mientras esté yo aquí.
Como
pudo, Mina ató unas lianas a los cuernos del minotauro. Tiró con todas sus
fuerzas y, cuando la bestia logró sacar sus brazos, logró salir del lodo.
–¡Gracias,
dioses! –musitó la dríada–.
Bueno, ¿por qué has hecho semejante locura?
–La
soledad, mi señora. Estoy cansado de ser mi única compañía.
–Ya no
estás solo, yo estoy contigo –respondió la dríada. Acarició el hocico del
minotauro y le besó con ternura.
El
minotauro, emocionado como nunca antes, posó su cabeza sobre el pecho desnudo
de Mina y la abrazó con fuerza aunque con cuidado de no aplastarla. Aquel
gesto hizo sentir algo muy especial a la hija de los dioses. En su interior, una cálida
sensación de paz y bienestar le hizo tomar la decisión más importante de su
longeva vida.
–Nunca
más estarás solo –juró al minotauro, que alzo su cara para mirar los preciosos
ojos violetas de la dríada–. Te
prometo que siempre estaré a tu lado.
Mina
cerró sus ojos. Lentamente ambos quedaron unidos,
convirtiéndose en un gran roble, cuyo tronco parecía tener dibujado el rostro
sonriente de un toro.
La
dríada rechazó su inmortalidad y el minotauro nunca más volvió a estar solo.